14 enero, 2010

La elegancia del erizo

El libro de Muriel Barbery.

Sobre la filosofía del rascarse:

“Hace milenios que, desde el “conócete a ti mismo” hasta el “pienso luego existo”, no se deja de glosar esta irrisoria prerrogativa del hombre que constituye la conciencia que éste tiene de su propia existencia y, sobre todo, la capacidad que tiene esta conciencia de tomarse a sí misma como objeto. Cuando algo le pica, el hombre se rasca y tiene conciencia de estar rascándose. Si se le pregunta: ¿Qué haces? Responde: me rasco. Si se lleva más lejos la investigación (¿eres consciente del hecho de que eres consciente de que te rascas?), responde otra vez que sí, y así con todos los “eres conscientes” que se puedan añadir. ¿Alivia en algo su sensación de picor el saber que se rasca y que es consciente de ello? ¿Influye acaso de manera beneficiosa la conciencia reflexiva en la intensidad del picor? Quia. Saber que a uno le pica y ser consciente del hecho de que se es consciente de saberlo no cambia estrictamente nada el hecho de que a uno le pica y ser consciente del hecho de que se es consciente de saberlo no cambia estrictamente nada el hecho de que a uno le pique.”

En síntesis, si te pica te rascas y no lo des más vueltas.

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Sobre la cocina francesa

“La cocina francesa da pena. Tanto genio, tantos medios, tantos recursos para un resultado tan pesado... ¡Todas esas salsas, esos rellenos, esos pasteles que te llenan hasta reventar! Es de un mal gusto... Y cuando no es pesada, es cursi a más no poder: te matan de hambre con tres rábanos estilizados y dos vieiras sobre gelatina de algas, servido todo ello en platos en plan zen de pacotilla por camareros con cara de enterradores. El sábado pasado fuimos a un restaurante muy fino de este estilo, el Napoleon’s Bar. Era una cena familiar, para celebrar el cumpleaños de Colombe, que eligió los platos con su gracia habitual: un no sé qué de lo más pretencioso con castañas, cordero con hierbas de nombre impronunciable y un sambayón con Grand Marnier (el colmo del horror). El sambayón es el emblema de la cocina francesa: una cosa que se las da de ligera y que ahoga a cualquiera. Yo no me pedí nada de primero (os ahorro los comentarios de Colombe sobre la anorexia de la plasta de su hermana) y luego me tomé, por 63 euros, unos filetes de salmonete al curry (con dados crujientes de calabacín y zanahoria debajo del pescado) y para terminar, por 34 euros, lo que encontré en la carta que me parecía menos malo: un fondant de chocolate amargo. Desde luego, por ese precio hubiera preferido un abono de un año en McDonald’s”

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