Hace un año en las páginas culturales del diario “El
País”, Antonio Muñoz Molina escribía esta semblanza afectuosa de la novelista
inglesa.
Diario
incesante de Virginia Woolf
A
Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina.
Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia.
Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la
inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce
lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión.
Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la
ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la
noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su
marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y
vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.
Cuando
la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su
dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba
golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a
la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de
los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el
campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de
escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y
dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario
sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre
cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que
le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la
orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba
mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día
brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula.
Escribía
el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la
editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un
tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo
de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su
cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido
haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con
el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche
las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de
Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia
Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a
escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales
por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes
invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos.
Un
síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece confirmar las
impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los últimos años, según
los síntomas de la guerra inminente se hacían más visibles, según caían
Checoslovaquia y Austria y se hundía la República española, Virginia Woolf
había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental, y
cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse
de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un
amigo suyo comparaba con la adicción al opio. Su prosa es una tentativa
constante de crear un estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara
la fugacidad y la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las
palabras, los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero
ese estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego de
alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será atrapado por la
bestia oscura que le viene a la zaga.
En esa
pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia Woolf no se parece a
nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar como un flujo de ondas y
partículas la textura del tiempo, la simultaneidad del presente y de la
memoria; y aunque Joyce le provocaba mucho recelo y bastante desagrado aprendió
de Ulises la manera en la que la conciencia
observadora, la yuxtaposición de las perspectivas y el caos visual y sonoro de
la ciudad moderna pueden entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero
en ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje
personal que los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a
Proust confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario;
reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que no son
insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares vendidos de
una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en serio y anotaba
siempre con incredulidad las señales del éxito. Se reprochaba a sí misma el
daño que le hacía una reseña cruel y vencía el pudor para copiar palabra por
palabra el elogio que le había hecho alguien.
No
descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad incesante.
Anota con alivio el final de la primera escritura de una novela y a
continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer a Leonard, la
presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a escribir se había dejado
llevar por su propio entusiasmo, por la embriaguez de inventar y escribir:
apenas publicado el libro ya se aleja de él y no es capaz de recordarlo sin
remordimiento. Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida
sin falsificarla. Quiere el despojamiento de la poesía y la eliminación de lo
premioso o lo superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad
de un borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente en
una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque ella se lo
proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que seguir, y porque
la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.
De modo
que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza con un tomo
encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el final de escritura.
El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte de las hojas en blanco.
Años después, Leonard Woolf repasa los 27 cuadernos y va extrayendo de ellos
los pasajes relacionados con el oficio de la literatura. Uno de los mejores
libros de Virginia Woolf ha llegado a existir cuando ella ya estaba muerta.
Leonard Woolf, tan atento en la muerte como en la vida, lo tituló AWriter’s
Diary. No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la
incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta
verdad como en este diario de Virginia Woolf.
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