La arquitectura colonial española, también llamada arte de la Nueva España surge en América Latina desde el descubrimiento del continente en 1492 hasta la independencia de sus países a principios del XIX. Se caracteriza sobre todo por las ventanas y puertas muy altas, utilización de materiales como barro o yeso y casi todas tienen patios o jardines interiores.
De estas fotografías ¿sabrías identificar qué foto es la que pertenece a Cádiz, cuál de ellas a Sevilla y a la de Cartagena de Indias?
30 diciembre, 2013
Bye perrín
El explorador y conquistador Nuñez de Balboa, viajó de polizón con su perro Leoncico en un tonel hasta que salió en alta mar del barco del armador Fernandez Enciso y el escritor lord Byron, aficionado a la compañía de animales, dedicó un bonito epitafio a su perro llamado Boatswain.
"Aquí reposan
los restos de una criatura
que fue bella sin vanidad
fuerte sin insolencia,
valiente sin ferocidad
y tuvo todas las virtudes del hombre
y ninguno de sus defectos".
El mío ha estado conmigo 14 años, y su última excursión fue a las piraguas este verano. Cómo se les quiere a los animalitos...
"Aquí reposan
los restos de una criatura
que fue bella sin vanidad
fuerte sin insolencia,
valiente sin ferocidad
y tuvo todas las virtudes del hombre
y ninguno de sus defectos".
El mío ha estado conmigo 14 años, y su última excursión fue a las piraguas este verano. Cómo se les quiere a los animalitos...
03 abril, 2013
Virginia Woolf
Hace un año en las páginas culturales del diario “El
País”, Antonio Muñoz Molina escribía esta semblanza afectuosa de la novelista
inglesa.
Diario
incesante de Virginia Woolf
A
Virginia Woolf le gustaba fumar puros, jugar a los bolos y escribir a máquina.
Era feminista y era pacifista, y una vez que le ofrecieron un doctorado honoris causa lo rechazó con tajante elegancia.
Comparaba la felicidad de escribir impulsada por el entusiasmo de la
inspiración y la perseverancia del trabajo con el ronquido de un Rolls Royce
lanzado a cien kilómetros por hora; con la fuerza de las hélices de un avión.
Un día estaba escribiendo en su diario y al levantar la cabeza vio por la
ventana de su casa de campo un zepelín que navegaba silenciosamente en la
noche, con una guirnalda de luces en la barquilla; paseando por el campo con su
marido, Leonard Woolf, una mañana de primavera, vio en un prado, entre ovejas y
vacas, un aeroplano de fuselaje plateado y alas azules.
Cuando
la abatía la negrura de la depresión podía pasarse semanas encerrada en su
dormitorio, mirando al techo, deseando morir; pero muchas más veces disfrutaba
golosamente de la vida, del amor conyugal y tal vez del amor de aquella mujer a
la que estaba tan unida, Vita Sackville-West, de la cercanía de sus amigos, de
los paseos entre las multitudes de Londres o las caminatas solitarias por el
campo; de verlo todo y apreciarlo todo; y sobre todo de la literatura, de
escribir y leer, de recibir la intuición, la primera imagen de una novela y
dejarse llevar por ella hasta encontrar su forma; y de escribir en su diario
sobre la felicidad y la obsesión y la incertidumbre de escribir y sobre
cualquier cosa que se le pasara por la imaginación y sobre cada impresión que
le alertara los sentidos, sobre una visita a Thomas Hardy o un encuentro a la
orilla del Támesis con George Bernard Shaw o sobre un perro que la miraba
mientras trabajaba o sobre aquel aeroplano que ella y Leonard vieron un día
brillando al sol en medio del campo como una prodigiosa libélula.
Escribía
el diario en volúmenes de páginas en blanco encuadernados por su marido en la
editorial que habían fundado los dos, la Hogarth Press. Cada año empezaba un
tomo distinto. Había llenado veintisiete cuando se quitó la vida el 28 de marzo
de 1941, internándose en un río con los bolsillos llenos de piedras para que su
cuerpo no flotara. En los últimos tiempos sus anotaciones se habían ido
haciendo más secas, mucho más cortas. El miedo a la locura se correspondía con
el colapso del mundo. Hitler se había apoderado de Europa entera y cada noche
las bombas de la aviación alemana asolaban uno tras otro los barrios de
Londres. La casa en la que Leonard y ella vivían estaba en ruinas. Virginia
Woolf volvía a Londres desde su refugio en el campo y encontraba reducidas a
escombros las calles que hasta hacía muy poco tiempo fueron los lugares usuales
por los que se movía. Leonard era judío: si como era probable los alemanes
invadían Inglaterra Virginia y él se matarían juntos.
Un
síntoma de la depresión es que la realidad exterior parece confirmar las
impresiones más sombrías de quien sufre su influjo. En los últimos años, según
los síntomas de la guerra inminente se hacían más visibles, según caían
Checoslovaquia y Austria y se hundía la República española, Virginia Woolf
había sentido cada vez con más frecuencia la mordedura del trastorno mental, y
cada vez le era menos útil el remedio que siempre le había ayudado a salvarse
de él: el trabajo, la escritura constante, la entrega a aquella adicción que un
amigo suyo comparaba con la adicción al opio. Su prosa es una tentativa
constante de crear un estilo que fluyera como el curso del tiempo, que atrapara
la fugacidad y la velocidad de las cosas, la simultaneidad armónica de las
palabras, los estados de conciencia, las sensaciones, los sentimientos: pero
ese estilo tiene en el fondo la urgencia de una huida, la falta de sosiego de
alguien que sabe que si baja la guardia o se queda inmóvil será atrapado por la
bestia oscura que le viene a la zaga.
En esa
pulsación rítmica y entrecortada de la escritura Virginia Woolf no se parece a
nadie. Aprendió de Proust la ambición de atrapar como un flujo de ondas y
partículas la textura del tiempo, la simultaneidad del presente y de la
memoria; y aunque Joyce le provocaba mucho recelo y bastante desagrado aprendió
de Ulises la manera en la que la conciencia
observadora, la yuxtaposición de las perspectivas y el caos visual y sonoro de
la ciudad moderna pueden entretejerse casi musicalmente en un solo relato. Pero
en ella hay un ansia peculiar, una inmediatez física, y además un coraje
personal que los escritores varones no necesitaban. No imaginamos a Joyce ni a
Proust confesando tan abiertamente las propias debilidades en un diario;
reconociendo que los hieren y los humillan las críticas negativas y que no son
insensibles a ningún elogio; llevando la cuenta de los ejemplares vendidos de
una novela. Virginia Woolf tenía miedo de no ser tomada en serio y anotaba
siempre con incredulidad las señales del éxito. Se reprochaba a sí misma el
daño que le hacía una reseña cruel y vencía el pudor para copiar palabra por
palabra el elogio que le había hecho alguien.
No
descansaba nunca. Lo que más asombra del diario es su laboriosidad incesante.
Anota con alivio el final de la primera escritura de una novela y a
continuación la pasa a máquina y la corrige y se la da a leer a Leonard, la
presencia benéfica que apuntala su vida. Al empezar a escribir se había dejado
llevar por su propio entusiasmo, por la embriaguez de inventar y escribir:
apenas publicado el libro ya se aleja de él y no es capaz de recordarlo sin
remordimiento. Quiere lograr una forma fluida y abierta que contenga la vida
sin falsificarla. Quiere el despojamiento de la poesía y la eliminación de lo
premioso o lo superfluo. Aspira a que la novela terminada conserve la libertad
de un borrador. Cada libro empieza siendo una promesa y termina parcialmente en
una claudicación. Así que en seguida hay que empezar otro, no porque ella se lo
proponga, sino porque surge una imagen, un hilo que habrá que seguir, y porque
la inactividad desemboca rápidamente en abatimiento.
De modo
que no hay más remedio que escribir siempre. Cada año empieza con un tomo
encuadernado y en blanco y concluye con él lleno hasta el final de escritura.
El de 1941 queda inconcluso, más de la tercera parte de las hojas en blanco.
Años después, Leonard Woolf repasa los 27 cuadernos y va extrayendo de ellos
los pasajes relacionados con el oficio de la literatura. Uno de los mejores
libros de Virginia Woolf ha llegado a existir cuando ella ya estaba muerta.
Leonard Woolf, tan atento en la muerte como en la vida, lo tituló AWriter’s
Diary. No conozco otro testimonio mejor sobre la felicidad y la
incertidumbre de escribir. No hay confesión de un escritor en la que haya tanta
verdad como en este diario de Virginia Woolf.
27 marzo, 2013
Libros que busco
“Viajes
por el África occidental”, de Mary Kingsley, se publicó por primera vez en
Londres en 1897. Más de setecientas páginas donde la aventurera cuenta con
humor los peligros a los que tuvo que hacer frente.
“The
Making of the African Queen” o “Rodaje de la Reina de África o como fui a
África con Bogart, Bacall y Huston y casi pierdo la razón”, de Katherine
Hepburn. Este libro cuenta numerosas anécdotas de la película.
“Al
oeste con la noche”, libro autobiográfico de la aviadora y aventurera Beryl
Markham, publicado en 1942. Y recientemente, en 2012 ha sido editado en
España. Sí, y ya me lo he comprado, en
breve, cuando lo lea, hago la reseña.
Un fauvista
Kees Van Dongen, holandés afrancesado. Los vivos colores de las obras expuestas en la exposición colectiva del Salon d’Autonmne en 1905 daría origen al nombre del grupo de pintores que se conocen como fauvistas.
16 febrero, 2013
14 febrero, 2013
13 febrero, 2013
Viajeras y exploradoras (II)
Mira que me gustan los libros de mujeres exploradoras. Dedicaba yo una entrada al libro a “Las reinas de África”, y ahora va a ser a “Las damas de Oriente”, grandes viajeras, en su mayoría en solitario, que viajaban por los países de Oriente. Ambos libros son de Cristina Morató, y se disfruta con su lectura.
En esta ocasión las viajeras de finales del siglo XIX y principios del XX, en su mayoría aristócratas, escritoras de sus experiencias que tendrían gran éxito con sus libros y condecoradas como damas del imperio británico y medallas de la National Geographic Society inglesa por su aportación al diseño de mapas de la zona, son:
• Lady Mary Montagu, fue la primera mujer occidental que entró en un harén. Era tan aventurera que escribiría: “Toda Inglaterra estaba infectada de aburrimiento”.
• Lady Hester Stanhope, por lo visto medía más de metro ochenta y fue la primera mujer que entró en la ciudad de Palmira.
• Lady Jane Digby. Además de guapa era una enamoradiza… después de dos matrimonios, dejó a sus hijos con los respectivos maridos y se fue a Oriente, donde se casó felizmente con un beduino del desierto.
• Isabel Burton. Era totalmente una puritana. Se casó con un diplomático inglés Robert Burton con el que viajó por todo oriente de cancillería en cancillería, más que por el placer de viajar por controlar los excesos de su marido. A la muerte de su esposo, quemó todos los apuntes que su marido había tomado durante décadas sobre las costumbres árabes. El imperio británico todavía no se lo ha perdonado.
• Gertrude Bell. Gran conocedora de Oriente, ayudó a trazar las fronteras actuales de Irak. Hay una foto suya famosa con Churchill a camello en Egipto.
• Freya Stark. Esta mujer era la más exploradora de todas. Se cuenta que con 90 años andaba explorando Nepal y las cumbres del Himalaya a lomos de una mula. Publicó más de 30 libros contando sus aventuras. Dejó escrito aquella frase que me fascina: “A una le sobreviene una especie de locura a la vista de un buen mapa”.
• Agatha Christie. Sí, la famosa escritora de novelas policiacas. En su segundo matrimonio se casó con un arqueólogo que la llevo a sus excavaciones arqueológicas por Oriente. La escritora no sólo disfrutó haciendo inventario y limpieza de las piezas ; si no que muchas de sus novelas se inspiraron en ese entorno.
05 febrero, 2013
La mujer Disney
El estudio
“La socialización desde Disney. La figura de la mujer en los clásicos”, revela
que sus películas y merchandising manipulan al público infantil.
Las
películas animadas objeto del estudio han sido: Blancanieves (1937), La
cenicienta (1950), La bella durmiente (1959), La Sirenita (1989), La Bella
y la Bestia (1991), Aladín (1992), Hércules (1997), Pocahontas (1998),
Mulan (1999), Tiana y el sapo (2010) y Enredados (2011).
En ellas se destaca como tema principal el amor con
unos personajes estereotipados. Así, en (Blancanieves, La cenicienta y La bella
durmiente) las mujeres son protagonistas y siguen un
prototipo. Son princesas, bellas, sumisas, pasivas, dependientes,
irracionales, débiles, huérfanas y sujetas al hombre salvador.
Los personajes masculinos se presentan en un rango
social superior a la mujer, cultivan la mente y la fuerza y utilizan la
violencia para conseguir que el bien triunfe. Las villanas son mujeres,
madrastras o brujas, feas, envidiosas y con carácter. Todos los personajes son
superficiales: la princesa se siente atraída por el aspecto físico del
príncipe, éste por el de ella, y la mala envidia la belleza de la
princesa, razón por la cual busca acabar con ella, o humillarla.
A partir de La Sirenita, las protagonistas o coprotagonistas
buenas son más activas y rebeldes con respecto a su entorno, pero siguen
anhelando un hombre en el que encontrar el amor y les separe de esa
vida que les ha tocado vivir. Además, empieza a tener especial importancia
la figura de un padre sobreprotector.
En los años 90 se encuentran algunos cambios, el
enemigo es un hombre, que se define por ser feo, abiertamente machista,
ambicioso, y rencoroso. Asimismo, la mujer cede en varias películas el
protagonismo al hombre, el cual posee nuevos roles: guapo, valiente, fuerte,
atlético, y decidido. Por el contrario, a la rebeldía de la mujer se le
dota de un sentido de inmadurez, que queda en un segundo plano
cuando aparece el hombre.
En Tiana y el sapo se observan significativos
cambios: por primera vez encontramos una princesa afroamericana,
que conserva a sus dos padres, y tiene un empleo. No necesita la
salvación de un príncipe, sino al contrario. A pesar de estos avances,
sigue manteniendo el modelo de mujer bella, y tierna. Se podría
pensar que esta película supone un cambio positivo, aunque vuelva a poner
a una princesa como protagonista. Sin embargo, Enredados retoma
los valores que estableció la compañía en sus orígenes: la mala vuelve
a ser mujer y bruja; la buena es inocente, infantil, caprichosa y guapa; y
el hombre, que ha dejado de ser príncipe, vuelve a ser el salvador.
Con todo esto se hace visible como las películas
Disney intentan implantar a los niños y niñas los modelos de conducta que
poseen los personajes buenos y que rechacen los de los malos. Así busca
implantar la creencia de que el hombre está por encima de la mujer,
que éstas deben preocuparse exclusivamente de los asuntos familiares y del
hogar. De esta forma se intenta evitar que la mujer se rebele y que
se produzcan movilizaciones al sistema establecido, conservando los
valores morales tradicionales.
29 enero, 2013
Estereotipos femeninos… canino
“Espejismos”
retrata la ironía representada por los estereotipos que se imponen a través de
la publicidad y la moda. La fotógrafa Andy C.R. utilizó a su perra como
modelo para aplicarlos. La serie
fotográfica es excepcional.
Una geisha para una geisha
Un regalo. Una geisha. Inesperado de una detallista que no se dio cuenta que la geisha traía mensaje.
Yasuyo
· Veraz: Mi esencia es noble y
honorable. Muestras mi espíritu en la integridad de tus palabras y acciones. Valorando
lo que es noble y verdadero, asumes la responsabilidad de todo lo que dices y
haces, te honras a ti mismo y a tu vida.
También las mujeres sabían pintar
Un artículo de Ángeles Caso reivindicando a las mujeres pintoras a lo largo de la historia.
Un amanecer de hace 25.000 años, en algún lugar cercano a lo que hoy llamamos el mar Cantábrico, un grupo de hombres —seguro que eran hombres— se abrió paso monte arriba entre los acebos y los tojos, camino de una gruta en cuya oscuridad se adentraron valientemente, iluminándose con grasientas teas. Aquella mañana milagrosa, sobre las paredes de la caverna dejaron la representación pintada o grabada de los animales de su entorno, caballos, bisontes o ciervos. Y una curiosa cantidad de siluetas de manos, que lograron hacer colocando sus palmas contra la piedra y escupiendo alrededor pigmento de ocre.
Sí, el arte paleolítico lo hicieron los varones. Eso es lo que siempre imaginamos: eran ellos quienes se dedicaban a esa actividad religioso-artística. Hombres. Cazadores y brujos, y también pintores. Pero ¿por qué ellos? ¿Hay pruebas que demuestren esa autoría masculina? Existen pruebas, en efecto, pero no en ese sentido. Los expertos siempre pensaron que, dadas las diferencias de tamaño, buena parte de las manos plasmadas en las cavernas debían de ser manos de mujer. Ahora, un programa informático diseñado por científicos del Centre National de la Recherche Scientifique (el CSIC francés) lo ha demostrado: algo más de la mitad de esas siluetas corresponden, por sus medidas y su morfología, a cuerpos femeninos. Las mujeres estuvieron allí, y podemos suponer que participaron igualmente en la representación de otras figuras. En el paleolítico hubo mujeres “artistas”, que pintaron en las grutas entremezcladas con los hombres. Si nunca nos las imaginamos en esa tarea, es sin duda a causa de ese prejuicio tan asentado en nuestros cerebros que nos lleva a creer que casi todas las cosas importantes de la humanidad —salvo parir— las han hecho los hombres.
Les pido que ahora nos acerquemos por un instante al ámbito tenebroso de los monasterios medievales, donde los monjes se dedicaron durante siglos a preservar la cultura y la tradición escrita y a crear pacientemente las extraordinarias ilustraciones de los códices miniados. De nuevo los hombres. ¿Seguro...?. También en este caso los hechos demuestran algo diferente: sabemos para empezar que, hasta el siglo XIII, los monasterios europeos eran dúplices, es decir, cobijaban —aunque en edificios separados— a monjes y monjas. Ambos sexos compartían el trabajo en los scriptoria, los talleres donde se copiaban e iluminaban los manuscritos. La mayor parte de ellos carecen de firma, lo que hace imposible su atribución. Pero algunos contienen sorpresas: por ejemplo, el códice de los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana que se conserva en la catedral de Gerona y que es una obra maestra del género. El libro se terminó el 6 de julio de 975 en elscriptorium del monasterio de San Salvador de Tábara (Zamora), y está firmado por “Emeterio, monje y sacerdote” y “Ende, pintora (pictrix) y sierva de Dios”. Un primer nombre de mujer para la historia del arte español.
Qué misteriosa, Ende. Pero su existencia brumosa no es, como podría parecer, una anomalía irrepetible. Por supuesto que la presencia femenina en el mundo de las artes europeas fue rara hasta finales del siglo XIX, igual que lo fue en cualquier otra actividad que supusiera beneficios cuantiosos y prestigio social. Rara, pero real. Aunque apenas las conozcamos, hubo un notable puñado de mujeres, sin duda valientes, que a lo largo de los siglos pintaron o esculpieron. Mujeres que casi siempre habían aprendido el oficio de manos de sus propios padres en el taller familiar.
Ellas compitieron codo a codo con los hombres por lograr el apoyo de los grandes mecenas, los monarcas, la aristocracia y el alto clero. A veces fueron vapuleadas y tratadas con desprecio. Algunas abandonaron ante las presiones sociales. Otras permanecieron ocultas tras la figura del padre o del marido. Pero también las hubo que defendieron con uñas y dientes su talento y lograron imponerse como artistas de éxito en un mercado en el que la lucha por hacerse con los encargos era feroz. Unas cuantas llegaron a ser reconocidas en toda Europa, vivieron viajando de un país a otro, solicitadas de todas partes, y se construyeron sólidas fortunas.
Ahí están, como pequeños rayos de luz lunar en ese universo mayoritariamente masculino, Sofonisba Anguissola (1532-1625), que durante 13 años retrató a los miembros de la familia de Felipe II. Lavinia Fontana (1552-1614), que pintó para el Papa Clemente VIII y llegó a cobrar por sus retratos lo mismo que el gran Van Dyck. Artemisia Gentileschi (1593-1652), que ganó tanto dinero con sus espléndidos cuadros que pudo casar a sus hijas con nobles españoles, previo pago de enormes dotes. Judith Leyster (1609-1660), que alcanzó un gran éxito en Holanda. Luisa Roldán, La Roldana (1652-1704), exquisita escultora de cámara —el máximo honor de la época— de Carlos II y de Felipe V. Rosalba Carriera (1675-1757), favorita en muchos palacios e introductora de la técnica del pastel en la Francia del rococó. Angelica Kauffmann (1741-1807), que se enriqueció en Inglaterra con sus obras neoclásicas. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), retratista preferida de María Antonieta y codiciada por la nobleza de toda Europa. Constance Charpentier (1767-1849), premiada en varios de los famosos salones parisinos de su tiempo. O Rosa Bonheur (1822-1899), famosísima en medio mundo gracias a sus cuadros de animales.
Son únicamente algunos nombres del notable grupo de mujeres que precedieron a las impresionistas y post-impresionistas —Berthe Morisot, Mary Cassat, Eva Gonzalès, Camille Claudel, Lluïsa Vidal o Suzanne Valadon— y a las artistas de las primeras vanguardias. Solo entonces, a finales del siglo XIX, cuando la condición femenina comenzaba lentamente a cambiar, empezaron a aparecer en las escuelas de arte decenas de muchachas que aspiraban a convertirse en artistas, ya no como “rarezas”, sino como auténticas iguales y colegas de los hombres. Solo entonces, a algunos no le quedó más remedio que poner en duda la idea tan extendida —y aún no del todo derrotada— de que el sexo femenino no estaba capacitado para la creación artística. “El arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre rara en ellas”, había escrito Boccaccio. Un pensamiento que repitieron una y otra vez a lo largo de los siglos muchos hombres ingeniosos. (Y sospecho que un tanto misóginos.)
Todas esas mujeres fueron reales. Existieron. Pintaron o esculpieron. Y triunfaron. La gran pregunta es por qué no aparecen en la mayor parte de los libros de historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. Supongo que la respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores, críticos y conservadores hasta tiempos muy recientes. Ellos, defensores conscientes o inconscientes del androcentrismo en la cultura, han relegado a las escasas artistas históricas al olvido. Han omitido sus nombres en sus estudios, han arrumbado sus cuadros en los depósitos o los han colgado en los rincones más oscuros de las salas. Y a veces, los han expuesto bajo los nombres de grandes maestros, por supuesto varones: sin ir más lejos, en el Museo del Prado han “aparecido” en los últimos años dos espléndidos retratos de Sofonisba Anguissola y uno más que se le atribuye, cuadros que siempre se habían considerado obras de otros pintores.
Sí, ya sé, ya sé, el eterno recelo: es cierto que ninguna de ellas llegó a ser Leonardo o Velázquez o Goya. No hubo ningún genio entre esas pintoras. Pero quienes afirman eso suelen olvidar que su número fue mucho menor que el de los hombres, su lucha mucho más intensa y probablemente su autoestima infinitamente más débil. Y que, desde luego, tampoco la mayoría de los artistas masculinos que aparecen en los manuales de historia del arte y que cuelgan en los museos fueron Leonardo, ni Velázquez, ni Goya. Y, sin embargo, ahí están. Visibles y recordados, aunque no fueran los mejores, mientras ellas descansan todavía, en buena medida, en el limbo —tan femenino— de la inexistencia.
Aquellas mujeres fueron reales, pintaron, esculpieron. Y triunfaron. La gran pregunta es por qué no aparecen en los libros de historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. La respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores, críticos y conservadores.
Un amanecer de hace 25.000 años, en algún lugar cercano a lo que hoy llamamos el mar Cantábrico, un grupo de hombres —seguro que eran hombres— se abrió paso monte arriba entre los acebos y los tojos, camino de una gruta en cuya oscuridad se adentraron valientemente, iluminándose con grasientas teas. Aquella mañana milagrosa, sobre las paredes de la caverna dejaron la representación pintada o grabada de los animales de su entorno, caballos, bisontes o ciervos. Y una curiosa cantidad de siluetas de manos, que lograron hacer colocando sus palmas contra la piedra y escupiendo alrededor pigmento de ocre.
Sí, el arte paleolítico lo hicieron los varones. Eso es lo que siempre imaginamos: eran ellos quienes se dedicaban a esa actividad religioso-artística. Hombres. Cazadores y brujos, y también pintores. Pero ¿por qué ellos? ¿Hay pruebas que demuestren esa autoría masculina? Existen pruebas, en efecto, pero no en ese sentido. Los expertos siempre pensaron que, dadas las diferencias de tamaño, buena parte de las manos plasmadas en las cavernas debían de ser manos de mujer. Ahora, un programa informático diseñado por científicos del Centre National de la Recherche Scientifique (el CSIC francés) lo ha demostrado: algo más de la mitad de esas siluetas corresponden, por sus medidas y su morfología, a cuerpos femeninos. Las mujeres estuvieron allí, y podemos suponer que participaron igualmente en la representación de otras figuras. En el paleolítico hubo mujeres “artistas”, que pintaron en las grutas entremezcladas con los hombres. Si nunca nos las imaginamos en esa tarea, es sin duda a causa de ese prejuicio tan asentado en nuestros cerebros que nos lleva a creer que casi todas las cosas importantes de la humanidad —salvo parir— las han hecho los hombres.
Les pido que ahora nos acerquemos por un instante al ámbito tenebroso de los monasterios medievales, donde los monjes se dedicaron durante siglos a preservar la cultura y la tradición escrita y a crear pacientemente las extraordinarias ilustraciones de los códices miniados. De nuevo los hombres. ¿Seguro...?. También en este caso los hechos demuestran algo diferente: sabemos para empezar que, hasta el siglo XIII, los monasterios europeos eran dúplices, es decir, cobijaban —aunque en edificios separados— a monjes y monjas. Ambos sexos compartían el trabajo en los scriptoria, los talleres donde se copiaban e iluminaban los manuscritos. La mayor parte de ellos carecen de firma, lo que hace imposible su atribución. Pero algunos contienen sorpresas: por ejemplo, el códice de los Comentarios al Apocalipsis de Beato de Liébana que se conserva en la catedral de Gerona y que es una obra maestra del género. El libro se terminó el 6 de julio de 975 en elscriptorium del monasterio de San Salvador de Tábara (Zamora), y está firmado por “Emeterio, monje y sacerdote” y “Ende, pintora (pictrix) y sierva de Dios”. Un primer nombre de mujer para la historia del arte español.
Qué misteriosa, Ende. Pero su existencia brumosa no es, como podría parecer, una anomalía irrepetible. Por supuesto que la presencia femenina en el mundo de las artes europeas fue rara hasta finales del siglo XIX, igual que lo fue en cualquier otra actividad que supusiera beneficios cuantiosos y prestigio social. Rara, pero real. Aunque apenas las conozcamos, hubo un notable puñado de mujeres, sin duda valientes, que a lo largo de los siglos pintaron o esculpieron. Mujeres que casi siempre habían aprendido el oficio de manos de sus propios padres en el taller familiar.
Ellas compitieron codo a codo con los hombres por lograr el apoyo de los grandes mecenas, los monarcas, la aristocracia y el alto clero. A veces fueron vapuleadas y tratadas con desprecio. Algunas abandonaron ante las presiones sociales. Otras permanecieron ocultas tras la figura del padre o del marido. Pero también las hubo que defendieron con uñas y dientes su talento y lograron imponerse como artistas de éxito en un mercado en el que la lucha por hacerse con los encargos era feroz. Unas cuantas llegaron a ser reconocidas en toda Europa, vivieron viajando de un país a otro, solicitadas de todas partes, y se construyeron sólidas fortunas.
Ahí están, como pequeños rayos de luz lunar en ese universo mayoritariamente masculino, Sofonisba Anguissola (1532-1625), que durante 13 años retrató a los miembros de la familia de Felipe II. Lavinia Fontana (1552-1614), que pintó para el Papa Clemente VIII y llegó a cobrar por sus retratos lo mismo que el gran Van Dyck. Artemisia Gentileschi (1593-1652), que ganó tanto dinero con sus espléndidos cuadros que pudo casar a sus hijas con nobles españoles, previo pago de enormes dotes. Judith Leyster (1609-1660), que alcanzó un gran éxito en Holanda. Luisa Roldán, La Roldana (1652-1704), exquisita escultora de cámara —el máximo honor de la época— de Carlos II y de Felipe V. Rosalba Carriera (1675-1757), favorita en muchos palacios e introductora de la técnica del pastel en la Francia del rococó. Angelica Kauffmann (1741-1807), que se enriqueció en Inglaterra con sus obras neoclásicas. Elisabeth Vigée-Lebrun (1755-1842), retratista preferida de María Antonieta y codiciada por la nobleza de toda Europa. Constance Charpentier (1767-1849), premiada en varios de los famosos salones parisinos de su tiempo. O Rosa Bonheur (1822-1899), famosísima en medio mundo gracias a sus cuadros de animales.
Son únicamente algunos nombres del notable grupo de mujeres que precedieron a las impresionistas y post-impresionistas —Berthe Morisot, Mary Cassat, Eva Gonzalès, Camille Claudel, Lluïsa Vidal o Suzanne Valadon— y a las artistas de las primeras vanguardias. Solo entonces, a finales del siglo XIX, cuando la condición femenina comenzaba lentamente a cambiar, empezaron a aparecer en las escuelas de arte decenas de muchachas que aspiraban a convertirse en artistas, ya no como “rarezas”, sino como auténticas iguales y colegas de los hombres. Solo entonces, a algunos no le quedó más remedio que poner en duda la idea tan extendida —y aún no del todo derrotada— de que el sexo femenino no estaba capacitado para la creación artística. “El arte es ajeno al espíritu de las mujeres, pues esas cosas solo pueden realizarse con mucho talento, cualidad casi siempre rara en ellas”, había escrito Boccaccio. Un pensamiento que repitieron una y otra vez a lo largo de los siglos muchos hombres ingeniosos. (Y sospecho que un tanto misóginos.)
Todas esas mujeres fueron reales. Existieron. Pintaron o esculpieron. Y triunfaron. La gran pregunta es por qué no aparecen en la mayor parte de los libros de historia del arte. Y por qué no vemos sus obras en los museos. Supongo que la respuesta la tienen los hombres que, mayoritariamente, han ejercido como historiadores, críticos y conservadores hasta tiempos muy recientes. Ellos, defensores conscientes o inconscientes del androcentrismo en la cultura, han relegado a las escasas artistas históricas al olvido. Han omitido sus nombres en sus estudios, han arrumbado sus cuadros en los depósitos o los han colgado en los rincones más oscuros de las salas. Y a veces, los han expuesto bajo los nombres de grandes maestros, por supuesto varones: sin ir más lejos, en el Museo del Prado han “aparecido” en los últimos años dos espléndidos retratos de Sofonisba Anguissola y uno más que se le atribuye, cuadros que siempre se habían considerado obras de otros pintores.
Sí, ya sé, ya sé, el eterno recelo: es cierto que ninguna de ellas llegó a ser Leonardo o Velázquez o Goya. No hubo ningún genio entre esas pintoras. Pero quienes afirman eso suelen olvidar que su número fue mucho menor que el de los hombres, su lucha mucho más intensa y probablemente su autoestima infinitamente más débil. Y que, desde luego, tampoco la mayoría de los artistas masculinos que aparecen en los manuales de historia del arte y que cuelgan en los museos fueron Leonardo, ni Velázquez, ni Goya. Y, sin embargo, ahí están. Visibles y recordados, aunque no fueran los mejores, mientras ellas descansan todavía, en buena medida, en el limbo —tan femenino— de la inexistencia.
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